Se dice que cuando a una persona
le gusta escribir, las musas pueden llegar en cualquier momento, a cualquier
hora del día y de cualquier manera posible: ver algo que te capte la atención
mientras vas andando por la calle, cruzarte con alguien con una fisonomía
particular que te inspire algún detalle por más nimio que éste sea, escuchar
una conversación mientras vas en el tren
que te parezca interesante (aunque eso te haga parecer una cotilla), etc. Las
musas pueden merodear por donde menos te lo esperes y hay que estar pendientes
de ellas, ¿verdad?
Entonces, ¿por qué a mí solo me
visitan en plena noche o en la amanecida, cuando más a gustito debería estar
durmiendo en la cama? Ojo, y no es que las rechace. Nada más lejos de mi intención:
siempre han de ser bienvenidas y no hacerles feo alguno, no vaya a ser que se
espanten para siempre y eso no conviene. Pero joroba un poco que las mías vengan
a visitarme para bombardearme con ideas cubiertas de todo tipo de detalles justamente
cuando debería estar durmiendo y cargando pilas para el día siguiente.
Y claro, ¿qué pasa entonces?
¿Abandono mi blando y cómodo lecho para ir a buscar un bolígrafo y un papel y
plasmar en él todas las conversaciones y situaciones que se agolpan en mi mente
de manera vertiginosa? Aunque da muchísima pereza, he de reconocer que lo he
hecho en varias ocasiones, porque da mucha rabia que si lo dejas pasar, cuando
te levantes por la mañana al día siguiente, la mitad de esas “fantasías” se
hayan perdido en el sopor del siguiente sueño, si es que Morfeo tiene a bien
visitarme después de las dichosas horas de insomnio. Quizás quede la idea
principal, pero los detalles se desvanecen, y eso me da realmente muchísimo
coraje.
Se podría decir que la solución
es fácil: poner un cuaderno sobre la mesita de noche y ponerme manos a la obra
desde la misma cama cuando esto ocurra. Y así, cuando ya quede satisfecha y lo
haya anotado todo, volver a apagar la luz, dar media vuelta e intentar tratar
de conciliar nuevamente el sueño perdido, si es que se puede.
Pero eso estaría muy bien si no
tuviera un marido que se despierta con el vuelo de una mosca, y que el hecho de
encender la lamparita de noche, por más tenue que sea la luz, lo desvelaría por
completo. Tampoco es plan de estar fastidiando al pobre, ¿no? Así que esa
opción queda descartada para mí. Me sigue quedando el levantarme, irme al salón
y ponerme a “hacer la tarea”, que la verdad sea dicha, en el silencio de la
noche puede resultar hasta relativamente agradable por el nivel de
concentración que puedes llegar a tener (algún escribiré un post sobre la
concentración cuando se tienen niños pequeños en casa, que esa es otra…) Pero
en pleno invierno, da tan poquitas ganas…
Lo último que estoy probando es
coger el móvil, esconderme bajo las mantas, encender el procesador de textos –
no sin antes quedarme medio ciega con la retro-iluminación de la pantalla que
resulta bastante molesta en medio de tanta oscuridad – y con los ojos medio pegados,
apuntarme al menos las cuatro ideas básicas que considere más importantes para
tratar de desarrollarlas al levantarme,… si es que no me encuentro tan cansada
por el sueño perdido que me tiene hecha una zombi durante el resto del día.
0 comentarios:
Publicar un comentario